Como bien se sabe, la economía capitalista (la norteamericana para ser precisos) se vio obligada a introducir cambios significativos en su modo de operar a raíz de la terminación de la Primera Guerra Mundial. Dos fueron las razones fundamentales: el llamado “Crack del 29” y la revolución rusa encabezada por Lenin y su partido. La gran crisis económica que estalló en 1929, provocó severos problemas a la economía norteamericana, entre ellos una gran inflación y el despido masivo de miles de trabajadores que se quedaron en la calle de la noche a la mañana. El desempleo masivo, agravado por la elevación de los precios de los satisfactores básicos, provocó que masas populares que crecían a cada hora voltearan hacia el socialismo soviético en busca de una salida a sus lacerantes carencias y, en consecuencia, que se declararan simpatizantes del socialismo que enarbolaban los bolcheviques.
Había que hacer algo, y rápido, para prevenir el incendio que se veía venir y, por supuesto, para combatir la profunda crisis en que se hallaba sumida la economía. Fue así, y fue por eso, que el presidente Franklin D. Roosevelt, apenas asumió la presidencia de los Estados Unidos en 1933, lanzó su famosa política del New Deal. Esa política, además de tomar medidas anticrisis como reforzar el proteccionismo económico para proteger a las empresas nacionales y evitar su quiebra y mayores despidos, también buscó paliar el desempleo y la pobreza de las grandes masas trabajadoras. Se crearon programas de empleo temporal como el conocido WPA, a través del cual, además, se repartían generosas dotaciones gratuitas de alimentos y otros productos de primera necesidad. Pero, al mismo tiempo, se implantaron medidas más serias y permanentes, como el seguro médico, el seguro social, la educación gratuita, la vivienda popular, las pensiones de jubilación y otras semejantes, con lo cual se reforzó el exiguo salario de los trabajadores.
Lo más significativo en materia laboral, sin embargo, fue quizá la política sindical. El presidente Roosevelt no solo permitió la organización gremial de los obreros, sino que la alentó declarando el reconocimiento legal de la misma y la plena disposición de su gobierno a negociar y a pactar con sus líderes. Esto se tradujo, naturalmente, en una mejora sustancial y continua de las condiciones de trabajo en las fábricas: ambiente sano, ropa de trabajo adecuada, seguridad en el empleo, atención oportuna y de calidad para las enfermedades y accidentes laborales y, por encima de todo, en una mejora sostenida de los salarios y prestaciones. El resultado final fue un reparto equitativo y equilibrado de la renta nacional, causa de la “grandeza de la nación” en aquellos años, según la opinión de varios economistas destacados.
Esta política se mantuvo, bajo distintos nombres y con no pocos cambios y ajustes, hasta la llegada al poder de Ronald Reagan, en Estados Unidos, y Margaret Thatcher, en la Gran Bretaña. En ese momento se conjuntaron, otra vez, dos factores que permitían y exigían un giro de la política del “estado de bienestar” hacia un “neoliberalismo” descarnado, que es el que hoy estamos viviendo. El primero de esos hechos consistió en que los grandes capitales monopólicos que dominaban y dominan la economía mundial, se quejaban de una muy insuficiente tasa de ganancia que, además, mostraba una clara tendencia a la baja, lo cual, según ellos, ponía en riesgo la continuidad del sistema. El segundo hecho fue que todos los aparatos de inteligencia de las potencias occidentales coincidían en diagnosticar, como inevitable y muy próximo, el derrumbe estrepitoso del sistema socialista euroasiático, encabezado por la URSS.
Según los líderes del capital, la causa de sus bajas utilidades era, precisamente, la política del “estado de bienestar”, es decir, los elevados salarios y prestaciones de los trabajadores, situación que amenazaba no solo con eternizarse, sino incluso con acentuarse ante la capacidad de presión de los sindicatos, protegida por las leyes en la materia. Por otra parte, el peligro de un giro de la opinión hacia el socialismo, que en época de Roosevelt fue determinante para su política del New Deal, podía descartarse con toda seguridad, tanto por los estragos a su prestigio causados por la guerra fría, como por su incapacidad intrínseca para proporcionar bienestar a las masas. Era hora de desechar prejuicios y temores sin base y volver al origen del éxito de la economía del capital: dejar todo en manos del mercado y de sus leyes inmanentes, para que su “mano invisible” se encargara de la producción y la distribución de la riqueza, sin interferencias perturbadoras del poder del Estado. En síntesis, volver al “laissez faire, laissez passer”. Así se hizo; y el resultado es la brutal concentración de la riqueza y el incontenible crecimiento de la pobreza que todos vemos hoy y que, ahora sí, ponen en riesgo la continuidad del sistema.
Muchas cosas que vemos en nuestros días (y otras más que no vemos) y que se nos venden como logros y progresos hacia el bienestar “de todos”, tienen en realidad el mismo origen y el mismo propósito: reimplantar a rajatabla el laissez faire, el “fundamentalismo de mercado”, descargando al Estado de su obligación de intervenir oportuna y mesuradamente para corregir los errores y desviaciones que puedan perjudicar a los más débiles, y reduciendo su papel al de simple garante del buen funcionamiento de la libre empresa y de sus altas tasas de ganancia. Políticas implantadas a fortiori, como el “equilibrio” del gasto público y cero endeudamiento, sin medir su impacto sobre el crecimiento económico, la recaudación fiscal y el empleo; la rigurosa contención de la inflación, para evitar perturbar los cálculos empresariales y bancarios; la “autonomía” de la banca central, que arranca de manos de los gobiernos las decisiones fundamentales de política monetaria y de crédito; la “flexibilidad laboral”, que deja a los obreros indefensos ante el capital; la práctica extinción del derecho de huelga e incluso de los mismos sindicatos, son todas maniobras complejas para beneficiar un neoliberalismo ajeno a todo compromiso social y volcado enteramente al capital privado.
Pero hay más. Muchos hablan de globalización y de libre mercado como si fueran sinónimos. Es un grave error. El libre mercado viene de muy atrás; fue iniciado y propugnado por Gran Bretaña en la segunda mitad del siglo XIX, para poder dar salida a un excedente económico creciente que amenazaba con ahogar su economía. En la actualidad, con la gran diversidad de mercancías producidas que arrastra tras de sí las propias necesidades y deseos humanos, el comercio mundial libre es, ciertamente, una necesidad universal. Ningún país puede alcanzar la autosuficiencia absoluta; todos tienen necesidad de comprar y vender algo en el mercado mundial para poder funcionar. La globalización, en cambio, es otra cosa. La teoría de la globalización, acabada y redondeada hasta en sus mínimos detalles, es un fruto envenenado del neoliberalismo rampante. A este le resulta indispensable para barrer por completo, no las defensas arancelarias y legales de un país, como el libre mercado, sino cualquier obstáculo que se oponga a los intereses de los grandes monopolios y trusts industriales y bancarios. El neoliberalismo exige una clase trabajadora sumisa y sin derechos de antigüedad o de inamovilidad en el empleo; con cero prestaciones o lo más mezquinas que se pueda, con salarios congelados o cuya mejora esté plenamente sometida a las altas tasas de ganancias. Este enfoque lleva en su entraña, aunque pocos lo noten, la idea de que el Estado nacional, con sus políticas particulares propias, es decir, ajenas al interés neoliberal, es un obstáculo que debe ser suprimido en favor de un Gobierno mundial en manos del gran capital, para asegurar sus inmensos intereses comerciales y financieros.
Un gobierno nacional (y peor aún, nacionalista) que busque aplicar una política de protección sindical y salarial, desarrollar la vivienda popular, la educación gratuita y masiva, la medicina para todos, la ciencia y la investigación nacionales, etc., es un peligro y, por lo tanto, un enemigo a vencer para los neoliberales. Todos los tratados internacionales que limitan, o de plano eliminan las facultades decisorias de los gobiernos nacionales sobre cuestiones tales como el modelo económico a aplicar, la ecología, las finanzas y la política fiscal, los derechos humanos, las leyes y su aplicación o la democracia interna, están socavando, disimulada pero eficazmente, la existencia del Estado nacional para poner todo eso en manos de tribunales y organismos internacionales totalmente ajenos a las carencias, necesidades y deseos de los pueblos. Globalización es, pues, entre otras cosas, guerra al nacionalismo y al Estado nacional.
El sistema neoliberal que hoy nos domina es, así, una inmensa y tupida red universal de poderes fácticos económicos, políticos y militares, mucho más poderosa que cualquier país aislado, incluidos los más ricos y desarrollados; una red teórica y militarmente fundada y defendida por miles de deshumanizados “Think Tanks”, bien preparados y entrenados para ello. Ellos lo controlan y supervisan todo en cada rincón del planeta, y no permiten ni autorizan nada que no abone en favor de sus intereses. Esto incluye, por supuesto, tratados como el T-MEC o negocios frustrados como el NAIM de Texcoco. Desafiar por ignorancia o arrogancia a este poder, sin tomar las debidas precauciones, puede acarrear consecuencias devastadoras para un país como el nuestro. Y ahí está Venezuela para probarlo. Nuestra declaración de “abolición” del neoliberalismo mexicano “desde Palacio Nacional”, mientras suplicamos por la aprobación del T-MEC o por la no aplicación de aranceles a nuestros productos, además de una contradicción flagrante debe parecerles, por ahora, a estos grandes genios del poder y la maldad, si no un dislate, sí al menos una conmovedora ingenuidad. ¿O no?