Me gustaría comentar con ustedes el creciente rumor en los medios informativos de todo el mundo, incluidos los mexicanos, de que la paz mundial está en peligro. Algunos hablan, incluso, de una guerra nuclear entre las potencias occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, y el bloque encabezado por Rusia y China.
Quiero señalar que el responsable directo de que la tensión mundial se haya incrementado de manera rápida y a niveles preocupantes es el nuevo presidente norteamericano, el demócrata Joe Biden. Su política prepotente y bélica se conocía, al menos, desde que era candidato; sus declaraciones y discursos sobre su intención de volver a hacer de Estados Unidos la potencia encargada del orden, la paz y la libertad del mundo no dejaban espacio a la duda; más aún, se sabía bien que una de sus divergencias irreconciliables con el expresidente Donald Trump era, precisamente, la política exterior de este último.
La política de Donald Trump se sintetizaba en su consigna “Hagamos a América –es decir, Estados Unidos– grande otra vez”. Para conseguirlo, en el terreno militar comenzó por hacer a un lado la política de fomentar y ampliar de modo permanente la presencia militar norteamericana en Europa y el mundo, optó por “regresar a los chicos –es decir, a los soldados y marines– a casa” y redujo con ello los gastos militares del país. Además, Trump llevó a cabo, cuando menos en parte, la renuncia al papel de tutor, de maestro de la democracia y policía del mundo, que hasta entonces había sido parte esencial de la política exterior de Estados Unidos, y abandonó también el compromiso de garantizar la seguridad europea mediante el “paraguas atómico” de la OTAN, que maneja y financia el propio EE. UU. En su lugar, exigió a sus aliados que pagaran su seguridad, invirtiendo al menos el dos por ciento de su PIB en la compra de armamento que, por supuesto, les venderían los fabricantes norteamericanos. Estas medidas se tradujeron, como era previsible, en un debilitamiento del liderazgo mundial norteamericano, empezando por la propia OTAN, pues los aliados perdieron la confianza en la amistad y protección de Estados Unidos y comenzaron a buscar otras opciones.
En el terreno económico, el “Hagamos a América grande otra vez” se tradujo en una considerable reducción de impuestos a las grandes empresas, con la consiguiente reducción del presupuesto nacional; la meta era traer de regreso las inversiones norteamericanas en el extranjero, con la intención de que los empleos y la riqueza que crearan fueran para los trabajadores del país. Con el mismo fin, Trump amenazó con imponer elevados aranceles a los productos de empresas norteamericanas ubicadas en el exterior (por ejemplo, los automóviles ensamblados en México), con lo cual buscaba incrementar sus precios de venta, disminuir su competitividad y reducir las ganancias de sus dueños; había que forzar a esas empresas a reubicarse en territorio norteamericano.
Finalmente, en el terreno político, Trump optó por un menor intervencionismo en los asuntos internos de otros Estados, para evitar conflictos y mejorar la imagen de su país en el mundo; privilegió el diálogo y los acuerdos de mutua conveniencia con Rusia y siguió una política más agresiva respecto a China, pero limitada al ámbito económico y que evitaba tocar asuntos que lastimaran la soberanía nacional y la integridad territorial de la potencia asiática.
Sin embargo, es necesario precisar –para evitar equívocos– que la meta a largo plazo del proyecto de Trump no era menos imperialista que la de Biden. Él también quería asegurar el predominio norteamericano sobre el resto del mundo, manteniendo una indiscutible superioridad económica y militar frente a cualquier rival que intentara disputarle la hegemonía mundial, pero proponía un camino radicalmente distinto, en oposición al viejo estilo imperialista al que ha regresado Biden: en lugar de avasallar militar y políticamente a las demás naciones, había que conquistarlas mediante la superioridad económica, la innovación tecnológica y el control de los mercados del dinero, las materias primas y los productos elaborados. Según Trump, esto era perfectamente viable y menos costoso en la nueva era digital.
Es evidente que la política de Trump de acabar con las aventuras militares en el extranjero, “regresar a los chicos a casa” y mejorar las relaciones con Rusia redujo drásticamente la temperatura bélica del planeta y, con ello, la demanda mundial de armas.
En ese sentido, recordemos que la simple amenaza de guerra, aunque nunca llegue a concretarse, basta para incrementar el temor de las naciones y su deseo de armarse preventivamente, lo cual eleva automáticamente la demanda de armamento. Por eso, la política exterior apaciguadora de Trump causó, sin quererlo, un severo daño al negocio de las armas, monopolio exclusivo del poderosísimo complejo militar-industrial norteamericano.
La respuesta a esta política de Trump y sus consecuencias fue la guerra sin cuartel y la derrota electoral final del expresidente. A esa guerra se sumaron también los jerarcas de la OTAN, cuya organización militar vive del miedo de la clase rica de Europa frente a la “amenaza rusa”, una bandera falsa que Trump puso en evidencia como simple recurso de propaganda bélica. El desenmascaramiento de la farsa quitaba toda razón de ser a la OTAN y la dejaba –como se dice coloquialmente– colgada de la brocha y en un inminente riesgo de desaparecer. Finalmente, las empresas asentadas en el extranjero, cuyas utilidades provienen de la mano de obra, los servicios y las materias primas a precios de regalo en los países que las cobijan, también sintieron que la política del retorno forzoso dañaba seriamente sus ganancias y, junto con los asalariados de la OTAN, no vacilaron en unirse a la guerra contra Trump.
Biden supo, desde el primer momento, por qué había sido elegido y cuál era su tarea: restaurar de inmediato la política militarista (incluida la OTAN), regresar a la política agresiva y de confrontación con Rusia y China y volver al intervencionismo activo, político y militar, en los demás países para hacerles sentir su poder y autoridad. Eso fue lo que prometió en campaña y es lo que está haciendo desde la presidencia de Estados Unidos.
Por eso dije –y lo reitero– que la tensión y la amenaza a la paz mundial que hoy estamos experimentando ya se conocían desde que Biden era candidato. Muchos medios y comentaristas especializados se inclinan a hablar de una nueva guerra fría y afirman que esta nueva película puede llamarse, con toda propiedad, Guerra Fría: segunda parte. Resulta sorprendente y muy significativo que las advertencias sobre el error y el peligro que entrañan llamar de ese modo a la situación actual provengan de politólogos norteamericanos como Jonathan Marcus, experto en asuntos diplomáticos de la BBC, y de los propios estrategas militares del gobierno norteamericano. ¿En qué consiste el peligro de hablar con ligereza de una nueva guerra fría?
El término guerra fría fue creación del periodista norteamericano Walter Lippman, quien publicó la recopilación de una serie de artículos suyos sobre el conflicto este-oeste de febrero de 1947 (es decir, apenas dos años después de terminada la Segunda Guerra Mundial) con ese título. El tema de los artículos era, pues, la Guerra Fría, antes de que dicho acontecimiento se llamara así, por lo que es claro que el nombre nació después del fenómeno al que designaba. Porque, en efecto, la Guerra Fría como una realidad geopolítica nació casi al mismo tiempo que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), fundada por Lenin y su partido el 7 de noviembre de 1917. Mi afirmación la sustentan los siguientes datos:
Robert Lansing, secretario de Estado norteamericano, escribió un memorándum al presidente Woodrow Wilson, con fecha de 2 de diciembre de 1917, en el que afirmaba que era imposible reconocer al gobierno de Lenin debido a su naturaleza política e ideológica. Los bolcheviques sostenían “la decisión, que reconocen francamente, de derrocar a todos los gobiernos que existen e instaurar sobre sus ruinas un despotismo del proletariado en todos los países”, decía (David S. Foglesong, La guerra secreta de Estados Unidos contra el bolchevismo). Wilson estuvo totalmente de acuerdo con Lansing; llamaba al régimen bolchevique “conspiración demoniaca” y juzgaba especialmente ofensiva su “doctrina de la lucha de clases, la dictadura del proletariado y su odio hacia la propiedad privada” (Ronald E. Powaski, La Guerra Fría, Estados Unidos y la Unión Soviética).
De este episodio nació la Guerra Fría como una guerra total contra el proyecto socialista, porque mostraba claramente que no había conciliación posible entre capitalismo y socialismo. El término guerra fría, entonces, designaba una lucha a muerte entre los dos sistemas, lucha que tenía una única salida: la eliminación radical de uno de los contendientes.
De aquí, precisamente, nace la cautela de los politólogos y funcionarios norteamericanos respecto a nombrar así a la situación geopolítica actual. Temen que llamar “guerra fría” al conflicto actual resulte en una camisa de fuerza que obligue a Estados Unidos a una guerra total contra China, en un momento en que la victoria yanqui es más dudosa, por dos razones: las circunstancias mundiales no son las mismas que a fines del siglo pasado y la situación de China no es la misma que la de la URSS. En efecto, China no está aislada ni bloqueada, como la URSS en su tiempo, sino que es el eje del crecimiento mundial y un apoyo indispensable de muchas economías del mundo, incluida la norteamericana.
En el texto “Por qué hablar de «guerra fría» entre EE. UU. y China «es profundamente peligroso»” de Jonathan Marcus, publicado por la BBC, se lee: “No obstante, China no es la Unión Soviética. Es considerablemente más poderosa. En su auge, el PIB soviético era más o menos 40 por ciento el de EE. UU. China alcanzará el mismo PIB de Estados Unidos dentro de una década. China es un competidor más poderoso que nadie que EE. UU. haya enfrentado desde el siglo XIX. Y es una relación que tendrá que ser manejada tal vez por muchas décadas. Ésta es la rivalidad esencial de nuestra época. Tenemos que abandonar las analogías cliché y falsas. Ésta no es la Guerra Fría: segunda parte, de hecho, es algo mucho más peligroso. China ya es un competidor al mismo nivel que EE. UU. en muchas áreas. Y aunque todavía no es una superpotencia global, es un rival militar a la altura de EE. UU. en las áreas que más le importan a China en términos de su propia seguridad. Como señala la estrategia de asuntos exteriores interina que lanzó este mes el gobierno de Biden, una China más «resuelta» es el «único competidor potencialmente capaz de combinar su poder económico, diplomático, militar y tecnológico para ejercer un desafío sostenible contra un sistema internacional estable y abierto»”.
Y su temor aumenta por la incontinencia verbal del actual Presidente estadounidense. Por ejemplo, en una entrevista concedida a BBC News, cuando el entrevistador le preguntó a Biden si pensaba que Putin era un asesino, él contestó: “Lo pienso”; es decir, sin recato y sin mayores pruebas, Biden el senil, llamó asesino al Presidente de la Federación de Rusia. Y aunque el ofendido respondió con mesura y señorío, altos funcionarios de su gobierno han reaccionado con una gran y justificada indignación y han acusado a Biden de cruzar la raya roja y llevar el conflicto a un callejón sin salida.
Asimismo, en una nota del 11 de febrero publicada por BBC News, se menciona que, en la reunión entre Xi Jinping y Biden, éste último le dijo personalmente al Presidente chino que le preocupan: “las prácticas económicas coercitivas e injustas de Pekín, la represión en Hong Kong, los abusos de los derechos humanos en Xinjiang y las acciones cada vez más autoritarias en la región, incluso hacia Taiwán”, es decir, también con los chinos está cruzando la línea roja al formular reclamos e imputaciones relacionados con la soberanía nacional y la integridad territorial de China. Pero sus demandas sólo pueden ser aceptadas por un país y un gobernante sin soberanía, sin independencia y sin dignidad, que no es el caso de China. Si Biden y su claque política se aferran a tales acusaciones y reclamos provocarán, ahora sí, una nueva guerra fría. Ése es el temor de los prudentes del gabinete norteamericano.
La paz mundial depende, pues, de que Estados Unidos entienda la nueva situación global, incluida la fuerza real de Rusia y China, y se resigne a ocupar un lugar menos relevante en ella. Debe entender también que sus intentos de clavar una cuña entre los gigantes aliados que hoy lo enfrentan están condenados al fracaso, porque ambos entienden que la sentencia de muerte del imperialismo es la misma para los dos.
México y los mexicanos debemos tomar conciencia de que una guerra nuclear contra Estados Unidos nos llevará, irremediablemente, entre las patas porque la potencia destructiva y los daños irreparables que ocasiona la radiación nuclear no reconocen fronteras. Es mejor que nos organicemos y protestemos ahora contra la actitud guerrerista del imperialismo yanqui; ahora, cuando aún tenemos tiempo; mañana puede ser tarde.