Según la ciencia del materialismo histórico, el Estado no ha existido siempre. Nació cuando la producción social fue capaz de generar un excedente económico del que se apropió la capa social que, de tiempo atrás, venía desempeñando funciones organizativas y directivas del trabajo colectivo de la horda y de la tribu. Con ello se disolvió la comunidad originaria y su lugar lo ocupó la sociedad dividida en clases con intereses antagónicos. El Estado surge, precisamente, como la herramienta que la clase dominante requiere para asegurar su dominio y garantizar el funcionamiento fluido de la maquinaria social a su servicio. El Estado ha sufrido cambios de forma para adaptarse a los cambios que, a su vez, ha experimentado la organización de la producción social. El Estado democrático-liberal es la forma de Estado que corresponde al modo de producción capitalista. Pero bajo sus cambios de forma, y gracias a ellos, el Estado ha conservado su carácter de forma organizada del poder y de la fuerza de la clase dominante, incluso en la sociedad capitalista, en la sociedad organizada como una máquina productora de mercancías.
Entendido así el Estado, el presidente López Obrador tiene razón cuando afirmó que el Estado mexicano ha sido hasta hoy una junta de notables al servicio del gran capital; que los apoyos, concesiones, exenciones y privilegios que le ha otorgado, han sido un factor de su enriquecimiento insultante y de los límites intolerables que han alcanzado la desigualdad y la pobreza entre las clases populares; cuando culpa a Gobiernos pasados por el “capitalismo de cuates” que ha florecido entre nosotros. Pero se equivoca rotundamente al pensar que este maridaje es exclusivo y peculiar de México; que solo aquí existe el “capitalismo de cuates”, y que su Gobierno puede acabar con esta relación perversa de una vez y para siempre. Y más aún cuando afirmó que es un problema de voluntad política; que basta con que él lo decida y lo haga público para que el contubernio y el trasiego de recursos y favores entre Gobierno y capital desaparezcan como por milagro.
“Eso se acabó”, declaró enfático el Presidente; ahora hay una completa separación entre poder político y económico y el capital debe someterse a las decisiones del Gobierno si quiere sobrevivir y prosperar “honradamente. La equivocación reside en el carácter unilateral del planteamiento, en que se mira solo una cara del fenómeno pero se olvida “darle la vuelta”. El Presidente solo ve lo que el Gobierno le ha dado al capital, pero no lo que el capital aporta a la vida de la sociedad en su conjunto y, por tanto, también a la vida y actividad del Gobierno. Ignora o calla que ninguna sociedad presente, pasada o futura, puede vivir sin los bienes y servicios que sustentan la vida de sus miembros; y que en una economía capitalista, todos los medios necesarios para producir dichos bienes y servicios están en manos del capital; que toda la riqueza, sin exceptuar los ingresos fiscales del Estado, proceden, en última instancia, de sus inversiones productivas; que en esto residen su fuerza y su poder y que esto no es exclusivo de México ni puede borrarse con una simple declaración. La verdad es que ambos poderes se necesitan, dependen el uno del otro y entre los dos garantizan la existencia de la sociedad. Quien intente separarlos artificialmente, se aventura por un camino asaz peligroso y con un elevadísimo costo para la sociedad en caso de fracasar. Hay más de un ejemplo reciente al respecto. Sin embargo, no es una rareza histórica que un gobierno con fuerte respaldo popular se enfrente al capital.
Los estudiosos del tema afirman que, en este caso, lo que ocurre no es un “divorcio” sino una dualidad de poderes, es decir, una sociedad con dos cabezas. Y, como sucede con todo ser vivo, esa sociedad bicéfala no puede durar mucho tiempo. La dualidad de poderes es temporal por naturaleza y tiene que resolverse necesariamente en favor de uno u otro de los contendientes. Es una situación preñada de oportunidades para los trabajadores y las clases oprimidas, pero también del grave riesgo de un brutal retroceso hacia formas dictatoriales de corte fascista. El pueblo y sus líderes no pueden permitirse jugar a la provocación ni a la insurrección sin estar preparados y decididos a llevar la lucha hasta sus últimas consecuencias. El Estado democrático-liberal, repito, es histórico. En lenguaje técnico se entiende por histórico lo que no ha existido siempre y que, por tanto, tampoco durará eternamente. “Todo lo que nace merece perecer”, dijo Hegel. La democracia liberal tendrá que ceder su lugar a una forma superior para una sociedad mejor organizada. Pero esto no ocurrirá solo porque alguien lo desee; su caducidad debe probarse en los hechos, y también en las entrañas de la nueva realidad debe haber aparecido la nueva forma que se requiere. No se debe destruir lo viejo sin saber con qué se lo va a sustituir.
Creí necesario recordar y precisar todo esto porque, aunque el discurso del presidente López Obrador no es suficientemente claro ni coherente, se puede afirmar que, basado en la supuesta separación de poderes que, según él, es ya un hecho, está tomando medidas muy agresivas en contra de los intereses del capital, en contra de los inversionistas, para combatir la corrupción privada; y está lesionando gravemente los derechos salariales y la seguridad en el empleo de miles de funcionarios de su administración para combatir la corrupción pública. Está introduciendo reformas a las leyes existentes y creando nuevas, que impidan, según piensa él, el retorno de las viejas prácticas de gobierno aún en el caso de que tenga que dejar el poder de la nación. Quiere asegurarse, dice, que todo el dinero que se logre ahorrar con el combate a la corrupción y con un gobierno austero, se canalice íntegro a un sector de las clases pobres previamente seleccionado por él, a través de programas de transferencia de dinero en efectivo directamente a la gente, sin intermediarios ladrones que se quedaban antes con parte del recurso. Así pretende acabar con la desigualdad y pobreza.
Ha creado leyes que conculcan los derechos civiles y políticos de los ciudadanos; ha incrementado el número de delitos que merecen prisión preventiva; ha elevado desproporcionadamente las penas para los delitos de corrupción, defraudación fiscal y facturación falsa; ha violentado el derecho de propiedad arrogándose la facultad de confiscar los bienes de un acusado antes de que sea declarado culpable, y otras acciones por el estilo. Armado con estas leyes arbitrarias, ha desatado una cacería de brujas en contra de quienes considera enemigos de la 4ªT, acusándolos de corrupción, naturalmente. Ha desencadenado una ola de venganzas contra quienes no le fueron adictos durante su campaña a la Presidencia, sin importar la atmósfera de terror y malestar que está sembrando por todo el país. Muchos medios importantes han dado pelos y señales sobre los verdaderos motivos que se esconden detrás de cada una de estas acciones.
Y ahora va contra la división de poderes, piedra angular de la democracia liberal. El Presidente ha busca obtener la facultad legal de modificar el presupuesto de gastos de la Federación aunque haya sido ya discutido y aprobado por el poder legislativo. Se pretende que un poder soberano abdique voluntariamente sus funciones sustantivas en beneficio del Ejecutivo. Es un torpedo en contra del modelo de República democrática y federal fundado por don Benito Juárez y la generación de la reforma. Pareciera que el Presidente quiere construir un Estado semejante a la “Comuna de París”, que logró convertirse en un aparato de poder mucho más justiciero y eficiente que la democracia burguesa de Francia, concentrando en sus manos los tres poderes: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial.
Ya dije que la democracia liberal-burguesa ni es perfecta ni es eterna. Ahora añado que, en realidad, jamás ha funcionado de acuerdo con su modelo teórico; siempre ha sido y sigue siendo una fictio juris que sirve para legitimar el poder de la burguesía que domina al mundo. No nos asusta que alguien la quiera derribar para poner en su lugar al Estado y al gobierno del pueblo trabajador. Pero hay un pequeño detalle: No vemos por ningún lado a ese pueblo en acción; tampoco vemos por ninguna parte al proletariado y su partido guiando al pueblo entero en busca de un cambio radical de la sociedad y del Estado. Lo que vemos es a un solo hombre con pretensiones de iluminado que pretende ocupar, él solo, el lugar del pueblo organizado y en acción. Los antorchistas no defendemos a rajatabla la imperfecta democracia mexicana, pero sí nos oponemos radicalmente a que sea suprimida para colocar en su lugar a un político cuya capacidad de estadista y cuyo equilibrio emocional no acaban de convencer a la gran mayoría de los mexicanos. Eso es todo.