El voto debe ser un arma poderosa para defender nuestros legítimos intereses

Los problemas de nuestro país son múltiples y graves y no son de reciente aparición, vienen de mucho tiempo atrás, como lo atestiguan y confirman las luchas sociales del siglo XIX y principios del XX, principalmente la Guerra de Reforma (que inició en 1854, con la revolución de Ayutla, encabezada por don Juan Álvarez) y la Revolución mexicana de 1910-1917.

Los hombres de la Reforma se proponían –dicho resumidamente– resolver cuestiones fundamentales como la delimitación precisa entre el poder temporal del Estado y el poder espiritual de la Iglesia, lo que se conoce comúnmente como la separación Estado-Iglesia, que definió el carácter laico del Estado mexicano. Esta reforma tuvo muchas repercusiones en la vida social y política de la nación, como el traspaso de las responsabilidades civiles y de la educación científica de las futuras generaciones al gobierno, y, algo más trascendental quizá, la desamortización de las tierras acaparadas por el alto clero, que en su mayor parte se mantenían ociosas en sus manos, para reincorporarlas de lleno a la actividad productiva, que mucha falta le hacía a la golpeada economía del país.

Sin embargo, justamente para realizar esas reformas había que resolver primero la vieja disputa entre liberales y conservadores sobre qué tipo de Estado debía establecerse en México, en sustitución del gobierno colonial español. Del lado conservador, había dos visiones: el ala más desfasada de los conservadores, inspirada en los Tratados de Córdoba que así lo estipulaban, era partidaria de la monarquía, aunque independiente del rey de España; la otra, compuesta por los menos trasnochados y mejor conocedores del espíritu nacional, abogaba por una república centralista, con un gobierno central único e integrada por provincias que debían quedar sometidas a ese poder central, lo cual era –en el fondo– lo más parecido a la monarquía española, pero convenientemente disfrazado con un traje republicano y democrático. Los liberales, en cambio, defendían un modelo de Estado republicano, democrático y federal, con un Estado nacional a la cabeza de entidades libres y soberanas regidas por una constitución, un parlamento y un poder judicial propios, pero rigurosamente compaginados con las disposiciones establecidas por la Constitución; dicho modelo era muy semejante al que privaba en Estados Unidos, cuya constitución era considerada el mejor modelo de una verdadera democracia.

Como ocurre siempre en la historia real, la Reforma no resolvió todos los problemas del país. La tierra, en particular, de nuevo se concentró rápidamente en manos privadas en lugar de distribuirse entre los campesinos pobres; se formaron más y más grandes latifundios, que se sumaron a los ya existentes (las famosas haciendas porfirianas), que con sus avaros y reaccionarios hacendados se convirtieron de facto en el poder más influyente en nuestra vida política. No podía ser de otro modo, si no olvidamos que todavía no existía un desarrollo industrial vigoroso y, por consecuencia, tampoco una clase obrera numerosa y organizada. Los hacendados –con el apoyo del gobierno– institucionalizaron el trabajo servil de los campesinos (los peones acasillados de las grandes haciendas) con bajos jornales pagados en especie, las tiendas de raya y las cárceles privadas para castigar a los siervos que intentaran huir.

La única actividad productiva de carácter industrial en aquellos años era la minería, sobre todo en el Bajío, el centro-norte y el norte del país, pero el trabajador minero vivía tan sometido y explotado como el peón acasillado. Existía también una industria textil casi artesanal, con obreros sobreexplotados, salarios de hambre y una productividad muy baja, que se ubicaba principalmente en la región centro de Puebla y Veracruz; toda, en manos de españoles. Aun así, creció la población y, con ella, la demanda diversificada de mercancías. También se produjo cierto desarrollo de las exportaciones mexicanas, particularmente de productos agrícolas como el azúcar, el café y el algodón, entre otros; de productos de la minería, como el oro y la plata, y algo de productos textiles.

El incremento de la demanda que estos cambios generaron sólo se pudo resolver, ante una productividad estancada, con jornadas de trabajo más largas y agotadoras, salarios más bajos (y reducidos aún más con multas arbitrarias) y nulas prestaciones a obreros y peones. Nuevamente, la situación se tornó explosiva, como antes de la Reforma, y no es casual que los primeros síntomas de la tormenta que se avecinaba surgieran entre los mineros de Cananea, en Sonora, y los obreros textiles de Río Blanco, cerca de Orizaba, Veracruz.

Estalló la Revolución; cayó la dictadura de Porfirio Díaz; fracasó la reforma puramente política y democrática que pretendía Francisco I. Madero, y el pueblo en armas entró en escena para saldar, a su manera plebeya –como dijo Marx–, sus cuentas pendientes con los privilegiados. Emiliano Zapata y Francisco Villa, los más conspicuos representantes de este genuino sentir popular, desdeñaron la oportunidad de hacerse con el poder y éste quedó, finalmente, en manos de la burguesía, la nueva clase en ascenso. Venustiano Carranza, su representante del momento, quiso modernizar al país: decretó la ley agraria del 6 de enero de 1915, abrió la puerta a las organizaciones obreras y promulgó la Constitución de 1917, pero no pudo –en parte, por su antiyanquismo visceral– impulsar el desarrollo industrial con el vigor que la nueva clase dominante demandaba: con ayuda de la inversión norteamericana; ello le valió perder apoyo social y cayó asesinado en Tlaxcalantongo.

Lo sucedieron Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. Ambos quisieron regresar a la época de la reelección, que tan odiosa se había hecho con Porfirio Díaz, y ambos fracasaron (lección que deberían recoger los aprendices de brujo de nuestros días): Obregón fue asesinado en 1928, cuando ya era presidente reelecto, y Calles, en su intento de conservar el poder mediante hombres de paja, se estrelló contra la integridad revolucionaria y la dignidad republicana del General Lázaro Cárdenas.

Con Lázaro Cárdenas, la Revolución mexicana alcanzó su punto más alto. Él repartió la tierra entre los campesinos; impulsó la organización obrera y campesina con la Confederación de Trabajadores de México (CTM) y la Confederación Nacional Campesina (CNC); ejerció con hechos (no con desplantes oratorios vacuos y arrogantes) la soberanía nacional, al dar asilo a los transterrados españoles que huían del fascismo franquista y al revolucionario ruso León Trotski, cuando el mundo entero le había cerrado las puertas; expropió el petróleo y lanzó la más completa y cabal campaña de alfabetización, pues llevó las escuelas rurales hasta el último rincón del país.

Después de Cárdenas, la Revolución hecha gobierno renunció a toda veleidad socializante y se enfiló resueltamente por la senda del capitalismo, aunque sin metas precisas científicamente establecidas. Por esa razón, siguió un camino errático, de ensayo y error, que en cierta medida nos llevó del Milagro mexicano al Desarrollo compartido, de la “sustitución de importaciones” y la “autosuficiencia económica” al Estado benefactor, que gastó sin ton ni son hasta que detonó una inflación catastrófica y la devaluación del peso a niveles no vistos antes. Durante todo este proceso, lo único que se mantuvo constante fue el carácter mixto de nuestra economía –herencia de la Revolución–, un curioso intento de matrimonio entre dos formas de propiedad que por principio se excluyen entre sí: la empresa pública y la privada en la industria; el ejido y la agricultura capitalista en el campo. El resultado fue que ambas se combatieron y estorbaron entre sí todo lo que pudieron, lo cual entorpeció, en cada etapa, el desarrollo del país y agravó más la crisis económica nacional.

Fue por eso que Miguel de la Madrid consideró indispensable un cambio radical de rumbo hacia lo que ahora llamamos neoliberalismo, cambio que se consolidó con el presidente Carlos Salinas de Gortari. Como se puede observar, este giro no fue un capricho de nadie, sino la respuesta a una crisis económica que era ya inocultable. La economía mixta se había agotado sin resolver los grandes problemas nacionales: insuficiente crecimiento económico, bajos salarios, desempleo, pobreza generalizada, mala educación, mal sistema de salud pública y una corrupción galopante, en buena parte alimentada por la empresa pública que los funcionarios manejaban como su patrimonio personal (aquí se ve que las nacionalizaciones no son el remedio mágico que ahora se piensa).

Es verdad que nos vendieron el neoliberalismo como la solución perfecta a nuestros problemas. La receta era sencilla: privatizarlo todo y dejar el resto en manos de quienes sí saben de negocios: los señores del dinero. Pero no fue así. Aquí estamos de nuevo, con los mismos problemas que al principio, sólo que agravados por la avaricia privada, por la pandemia de la COVID-19 y por el gobierno de la Cuarta Transformación; el crecimiento económico es peor que antes; la concentración de la riqueza es más insultante, si cabe, mientras mucha gente pasa hambre o se muere por falta de medicinas y de médicos; el sistema de salud pública yace en ruinas; el desempleo crece; la baja del ingreso familiar aumenta; la educación es pésima; y la vivienda popular, el mejoramiento urbano de pueblos y colonias y los servicios básicos –como agua, luz y drenaje– están totalmente olvidados y sin fondos para su atención.

Todo eso nos está ahorcando, mientras el Presidente se la pasa peleando con los medios de comunicación de México y el mundo, con los intelectuales y los opositores y haciendo campaña a favor de sus candidatos. Para quitarnos toda esperanza –como dice Dante–, ahora nos ofenden y nos humillan al proponernos como candidatos a “ídolos populares” que no saben nada de política, pero son famosos. El 27 de mayo, Diego Fonseca publicó en el New York Times un artículo titulado “México y la decadencia de la política”, en el que señala: “La política cayó al terreno del freak show en México. El mercado electoral del país es un espectáculo que nada más parece necesitar los personajes rimbombantes de Federico Fellini. (…) Estas candidaturas silvestres, posibles en buena medida por las redes (dice mucho que un partido se llame Redes Sociales Progresistas) han banalizado la política cuando más se necesita vigilancia democrática, debates programáticos y planes concretos para resolver los problemas de fondo de México”.

El 1 de junio, Luis Carlos Ugalde dijo en elfinanciero.com.mx: “En los últimos veinte años se ha dado un proceso de degradación de la clase política local. Los tres principales partidos de la llamada transición a la democracia –PRI, PAN, PRD– son responsables de haber permitido que personas frívolas, incompetentes y corruptas fueran candidatos y luego gobernadores. (…) De los quince gobernadores que se elegirán este domingo, veo dos enormes riesgos (…). Si resultan ganadores, los habitantes (…) lo sufrirán a lo largo de los siguientes años con mayor corrupción, nepotismo, violencia e ingobernabilidad”.

Lo que dice Ugalde es verdad, pero lo que antes eran condenables excepciones, hoy es la norma gracias a la Cuarta Transformación. Respecto a los riesgos, hoy son ya una realidad (y no son los únicos), cuyos frutos envenenados –como Ugalde adelantó– no tardarán en aparecer; sin embargo, cualesquiera que sean, creo que es mi deber decir que sólo el 50 por ciento será culpa de quienes los postularon, el otro 50 por ciento será de quienes votaron por ellos.

Los mexicanos debemos tomar conciencia de esto, tenemos que preguntarnos qué piensan, y por qué lo piensan, quienes desperdician así su voto o, peor aún, lo usan para dañar sus propios intereses. Debemos preguntarles, si tenemos esa oportunidad: “¿qué esperan de una bailarina o de un descerebrado que no es capaz de hilar dos frases coherentes seguidas? ¿No les interesa el futuro de sus hijos, de su pueblo, de su país?”. Todo buen ciudadano mexicano debe tener claro qué país desea, a qué clase de vida aspira para él y los suyos y quién o quiénes son los mejor capacitados para convertir en realidad sus deseos. Y votar por ellos y sólo por ellos. Solamente así haremos de nuestro voto un arma poderosa para defender nuestros intereses legítimos y no una mercancía que vendamos o alquilemos por unos cuantos pesos, a cambio de soportar a un mamarracho en el poder tres o seis años. Tenemos que saber por quién votamos y por qué razones; si no, nos condenamos a vivir siempre como vivimos ahora, y no creo que nadie diga que es el paraíso, que así estamos bien, requetebién, y no necesitamos ningún cambio. Por hoy, la suerte está echada. Ya veremos qué nos depara el futuro inmediato, aunque no lo veo muy prometedor. Ojalá me equivoque.

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